Confianza, seguridad y salud mental
“La confianza es el mayor enemigo de los mortales“ es la célebre frase que Shakespeare puso en boca de Hécate, reina de las brujas, en su obra Macbeth. Con esta frase, la diosa de la magia pretendía rectificar a sus discípulas, enseñándoles la mejor manera de garantizar que el atormentado Macbeth continuase avanzando en el camino de la tragedia: inculcándole confianza, seguridad en sí mismo. Así, las brujas lograron el éxito deseado: la caída de Macbeth.
Más de tres siglos después, Paul Watzlawick, con su inigualable ironía, hace revivir las artes maléficas de Hécate, ahora más sofisticadas y adaptadas a los tiempos modernos. Lo transmite a través de divertidas analogías entre la historia del desafortunado Macbeth y las desventuras de personajes anónimos actuales que fue encontrando a lo largo de decenas de años de investigación, como miembro destacado de la Escuela de Palo Alto.
Durante una reciente relectura de “Lo malo de lo bueno” (Watzlawick, Barcelona, 1987), pude reflexionar con más calma sobre conversaciones recientes, tanto profesionales como informales, sobre la constante necesidad de una buena parte de los seres humanos (por no decir de casi todos) de encontrar seguridad a través de explicaciones, de encontrar un sentido para las cosas y hasta de un sentido para la vida.
Se podría decir que alguien que se siente seguro gana confianza, pero, asumiendo que la “shakespiriana” Hécate tenía razón, parece que aquí vamos por mal camino… Muchas veces, esta búsqueda de certezas puede activar ciertas trampas de la mente que llegan a adquirir poderes comparables a una poción mágica capaz de transformar, de forma lenta y agónica, la vida de cualquier príncipe en la vida de un verdadero sapo.
Veamos el resumen de un ejemplo, algo “caricaturizado”, que relata Watzlawick:
Érase una vez un hombre que vivía feliz y satisfecho, hasta que un día decidió preguntarse si la vida tenía sus propias normas (orden y sentido). Habría sido mejor no haber tropezado con tal pregunta, pues su felicidad y satisfacción empezaron a debilitarse notablemente. Le pasó algo parecido al ciempiés cuando la hormiga le preguntó, inocentemente, cómo era capaz de caminar elegantemente con tantos pies. El ciempiés empezó a pensar seriamente en el asunto y, a partir de ahí, no consiguió dar ni un paso más.
Al ser un pensador “correcto” -parte importante del problema- “nuestro hombre” se decía a sí mismo que el problema del orden en el mundo era también un problema de su seguridad. Por lo tanto la respuesta no podía ser diferente de sí o no. ¡Hay orden o no hay orden!…
Aquí empeoraba el problema: si la respuesta fuera no, quedaban en cuestión la seguridad sobre su vida pasada así como los principios en que había basado sus decisiones. Como no podía admitir el no como respuesta a su propia pregunta, decidió emprender una dura búsqueda de respuestas en especialidades como la matemática, la filosofía, la lógica, la teología, algunos cultos y también en otras explicaciones del mundo de segunda categoría. Cuando parecía que una de estas especialidades tenía una solución a su pregunta, siempre aparecía un problema: para la verificación de la solución (confianza y seguridad), había que esperar que ocurriesen ciertas circunstancias que, evidentemente, sólo eran válidas cuando ocurrían de hecho.
Si antes había vivido con confianza ciega e inocencia infantil, ahora estaba obsesionado por la seguridad. Se preguntaba cómo era posible haber vivido tanto tiempo, seguro y satisfecho, sin pensar en la seguridad y certeza; cómo era posible sentirse más inseguro ahora cuando, además de sus pesquisas, tomaba medidas de seguridad concretas para eliminar los peligros que con más frecuencia podía prever.
Sus previsiones se cumplían, o no. Si no se cumplían, se sentía frustrado, pero esto no suponía ningún peligro en especial. Sin embargo, los pronósticos sobre amenazas parecían ser, de alguna manera, más fiables. Así, por ejemplo, al leer durante el desayuno que en un determinado día debía ser particularmente prudente, ya que los nacidos bajo su signo del zodíaco (unos 350 millones) estaban amenazados por algún accidente, quedó tan asustado que entornó el café sobre la mesa. Pero, como el café derramado no era suficiente para ser considerado un accidente serio, para comprobar la existencia de orden en el mundo, decidió no ir a trabajar en coche ese día. Ir a pie es ciertamente más seguro que conducir, pero, como se sabe, cada paso 13 es peligroso, por no hablar de cada escalón 13 de una escalera. Así, al dar ese paso 13 en la escalera de un paso subterráneo, tropezó y se lastimó gravemente la rodilla. Entonces sí, verificó que el horóscopo tenía razón.
Los años fueron pasando pero no el problema, que se volvió cada vez más sutil, dominante y en cierto sentido también más “respetable”. Ya no era simplemente una demanda de vulgar seguridad, sino una postura más amplia en relación con el mundo y con la vida; designaba su meta con conceptos tan ambiguos, como felicidad, armonía, afinación, solución… No obstante, en determinados momentos, como escuchando música o en situaciones aparentemente triviales, experimentaba emociones positivas, algo que consideraba raro e incomprensible. ¡Qué cosa tan extraña, sin explicación ni orden!…
Más años pasaron y empezó a entenderse a sí mismo como un mecanismo de búsqueda. Hasta ese momento, ese motivo de orientación de su vida había permanecido desconocido para él, precisamente por haber estado tan involucrado en tal búsqueda. Descubierto este motivo, siguió algo que también se convirtió en un problema: “nuestro hombre” estaba buscando sin saber el qué. No sólo no sabía dónde encontrar lo que buscaba, sino que tampoco sabía lo que buscaba.
Sin embargo, acabó por entender que en cada momento de su vida a través de cada una de sus acciones, incluso algunas de lo más insignificante, estaba preguntando al mundo: ¿Es esto lo que estoy buscando? ¿Existirá otra forma de buscar aquello de lo que ni siquiera se sabe el nombre?
Permaneció siempre con las manos vacías, pero fue deduciendo que la única conclusión posible era que cada vez que encontraba algo, no era lo que estaba buscando, que aún no le había dado el nombre correcto y que no había buscado en el lugar correcto.
A veces se prometía alcanzar ciertos objetivos que muchas veces exigían años de esfuerzo, lo que le permitía realizar tareas poco comunes que le granjeaban la admiración de aquellos que lo rodeaban, pero, en el momento de llegar ahí, los objetivos no cumplían con sus expectativas. En casos como éste, es natural que aparezca un espejismo engañoso que se desvanece cuando alguien se acerca y se vuelve nuevamente atractivo tan pronto se alejan de él o lo pierden de vista.
Es muy difícil explicar de forma clara y convincente, cómo “nuestro hombre” se salvó de esta prisión. Parece que un día hubo un pequeño cambio; uno de esos cambios tan pequeños que arrastran grandes cambios. Al preguntarse si finalmente había alcanzado el objeto de sus anhelos, percibió que eso no podría ser más que un nombre dado a algo que estaba dentro de su ser y no en el mundo, y que los nombres no son más que un eco, humo. En ese momento, la separación entre él y eso, entre sujeto y objeto, desapareció, como dirían los filósofos.
Nada de lo que había estado buscando podría ser eso. Lo que el mundo no contiene, tampoco lo puede conservar, se dijo a sí mismo para su propio espanto; las palabras sonaban extrañamente llenas de significado: “Yo soy más yo que yo”.
De repente, vio claramente que la búsqueda era la única razón por la cual no había encontrado nada hasta entonces.